El silbato
EL COMISARIO
Por Juan S. Crisóstomo
Las órdenes había que cumplirlas. La paz del reino popular se había resentido. En el norte estaban sucediendo demasiadas cosas que escapaban al control de los Ifezas (Cuadrado dixit). La mancha de aceite amenazaba con extenderse al resto de la provincia y por eso había que poner coto como fuera.
Maíllo y sus chicos eran demasiados débiles; zascandileaban sí, pero en Benavente los vecinos se lo tomaban a risa cada vez que los veían cruzar el Esla por los puentes de Castrogonzalo. Lo intentaron, dicen, cambiando de ruta, y llegar a la comarca atravesando el río por el puente de Bretocino, pero daba igual: sólo que se les veía asomar por Santovenia, el norte sabía que los bárbaros del sur venían preparados a hacer una incruenta incursión, que no pasaba de mera escaramuza y, por eso, se lo tomaban a guasa.
El alto mando se reunió en Valladolid. Había que cambiar de estrategia. Contra los muros de Benavente se estaba estrellando todo un consejero, el de Sanidad, ("el de la barba en flor”, según cantaban los cantares de gesta) y eso no podía consentirse. Así que había que reforzar el dúo que formaban en Zamora, Maíllo y De Castro. La dama de la Delegación fue apartada y se confirió la misión a Reguera, una especie de aguerrido gladiador forjado en múltiples batallas desde que pasó por el gobierno provincial. Al nuevo tribuno se le dio cargo de comisario plenipotenciario. Reguera era algo así como la tropa auxiliar y la de vanguardia unidas, con licencia incluso para pensar por sí sólo y tomar la iniciativa de lanzarse al combate sin consultar al generalito de la casa. Bastante tenía éste último con el problema de las carreteras -no se había enterado de que había tantas-, como para ocuparse, además, de defender lo indefendible: que la Sanidad en el norte estaba bien y que todo era una trama orquestada por los irreductibles galos.
Por ello, el nuevo tribuno Reguera, sin preocuparse de armar la hueste, se lanzó sólo al ataque de los rebeldes del norte. Eso sí, en ocasiones viajaba acompañado y metía las narices en todo lo que fuera cualquier iniciativa de los grupos de acción local. En Benavente, el comisario buscó la colaboración de un amigo. De este modo, con el consentimiento oficial, lograba colarse en cualquier evento inaugural que organizaba el grupo, para poder despacharse a su gusto contra los insurgentes, sin importarle el respeto al protocolo (él estaba por encima de esas cosas).
Arremetió sin cuartel contra Fuentes y Cía, sin que la productora del programa dijera nada. Arremetió, también, contra la Mesa pro Hospital y su portavoz Bruña, a los que dedicó lindísimos epítetos, propios de un poeta del Renacimiento. Igualmente lo hizo contra el alcalde de Benavente y dedició declarar unilateralmente la guerra a Guerra desde la delegación zamorana de la Junta.
La última ocurrencia fue de estrambote. Enterado de los proyectos municipales para recuperar el entorno de una iglesia, utilizó, sin pudor alguno, la vía del chantaje. “Si Benavente quiere una entrada al patio de San Juan desde el Hospital comarcal, antes tendrá que capitular y permitir las obras de ampliación del edificio”, vino a decir.
Maíllo suspiró aliviado. Decididamente, en Valladolid habían encontrado un genio. La estrategia del mariscal no se le habría ocurrido a él sólo, ni siquiera en compañía de De Castro. Y mira tú que lo habían intentado. “De ésta, el gobierno de Benavente se tambalea”, debieron pensar en Zamora y en la sede de la Junta en Valladolid. Y ya pensaban en Víctor Gallego proponer al nuevo tribuno para "estratega del año" y esculpir su nombre en granito del país junto a los de Alejandro, César, Napoleón o Patton.
Así que, seguro de haberle sido allanado el camino, el consejero Antón, “el de la barba en flor”, envalentonado -eso sí, desde Zamora- lanzó otra soflama: “No habrá Centro de Especialidades en Puebla de Sanabria; que se enteren de una vez los del norte que este consejero no se rinde, ni claudica tampoco a las presiones de los benaventanos, carballeses y sanabreses juntos”. "El Hospital debe ser uno, grande e indivisible, y sólo le corresponde este honor a la ciudad de Zamora, que para eso es la capital", aseguraba marcialmente el consejero, mientras un grupo de niñas, que jugaban en el corrillo de San Nicolás, le correspondía con el "Antón, pirulero".
Por Juan S. Crisóstomo
Las órdenes había que cumplirlas. La paz del reino popular se había resentido. En el norte estaban sucediendo demasiadas cosas que escapaban al control de los Ifezas (Cuadrado dixit). La mancha de aceite amenazaba con extenderse al resto de la provincia y por eso había que poner coto como fuera.
Maíllo y sus chicos eran demasiados débiles; zascandileaban sí, pero en Benavente los vecinos se lo tomaban a risa cada vez que los veían cruzar el Esla por los puentes de Castrogonzalo. Lo intentaron, dicen, cambiando de ruta, y llegar a la comarca atravesando el río por el puente de Bretocino, pero daba igual: sólo que se les veía asomar por Santovenia, el norte sabía que los bárbaros del sur venían preparados a hacer una incruenta incursión, que no pasaba de mera escaramuza y, por eso, se lo tomaban a guasa.
El alto mando se reunió en Valladolid. Había que cambiar de estrategia. Contra los muros de Benavente se estaba estrellando todo un consejero, el de Sanidad, ("el de la barba en flor”, según cantaban los cantares de gesta) y eso no podía consentirse. Así que había que reforzar el dúo que formaban en Zamora, Maíllo y De Castro. La dama de la Delegación fue apartada y se confirió la misión a Reguera, una especie de aguerrido gladiador forjado en múltiples batallas desde que pasó por el gobierno provincial. Al nuevo tribuno se le dio cargo de comisario plenipotenciario. Reguera era algo así como la tropa auxiliar y la de vanguardia unidas, con licencia incluso para pensar por sí sólo y tomar la iniciativa de lanzarse al combate sin consultar al generalito de la casa. Bastante tenía éste último con el problema de las carreteras -no se había enterado de que había tantas-, como para ocuparse, además, de defender lo indefendible: que la Sanidad en el norte estaba bien y que todo era una trama orquestada por los irreductibles galos.
Por ello, el nuevo tribuno Reguera, sin preocuparse de armar la hueste, se lanzó sólo al ataque de los rebeldes del norte. Eso sí, en ocasiones viajaba acompañado y metía las narices en todo lo que fuera cualquier iniciativa de los grupos de acción local. En Benavente, el comisario buscó la colaboración de un amigo. De este modo, con el consentimiento oficial, lograba colarse en cualquier evento inaugural que organizaba el grupo, para poder despacharse a su gusto contra los insurgentes, sin importarle el respeto al protocolo (él estaba por encima de esas cosas).
Arremetió sin cuartel contra Fuentes y Cía, sin que la productora del programa dijera nada. Arremetió, también, contra la Mesa pro Hospital y su portavoz Bruña, a los que dedicó lindísimos epítetos, propios de un poeta del Renacimiento. Igualmente lo hizo contra el alcalde de Benavente y dedició declarar unilateralmente la guerra a Guerra desde la delegación zamorana de la Junta.
La última ocurrencia fue de estrambote. Enterado de los proyectos municipales para recuperar el entorno de una iglesia, utilizó, sin pudor alguno, la vía del chantaje. “Si Benavente quiere una entrada al patio de San Juan desde el Hospital comarcal, antes tendrá que capitular y permitir las obras de ampliación del edificio”, vino a decir.
Maíllo suspiró aliviado. Decididamente, en Valladolid habían encontrado un genio. La estrategia del mariscal no se le habría ocurrido a él sólo, ni siquiera en compañía de De Castro. Y mira tú que lo habían intentado. “De ésta, el gobierno de Benavente se tambalea”, debieron pensar en Zamora y en la sede de la Junta en Valladolid. Y ya pensaban en Víctor Gallego proponer al nuevo tribuno para "estratega del año" y esculpir su nombre en granito del país junto a los de Alejandro, César, Napoleón o Patton.
Así que, seguro de haberle sido allanado el camino, el consejero Antón, “el de la barba en flor”, envalentonado -eso sí, desde Zamora- lanzó otra soflama: “No habrá Centro de Especialidades en Puebla de Sanabria; que se enteren de una vez los del norte que este consejero no se rinde, ni claudica tampoco a las presiones de los benaventanos, carballeses y sanabreses juntos”. "El Hospital debe ser uno, grande e indivisible, y sólo le corresponde este honor a la ciudad de Zamora, que para eso es la capital", aseguraba marcialmente el consejero, mientras un grupo de niñas, que jugaban en el corrillo de San Nicolás, le correspondía con el "Antón, pirulero".
El consejero proclamó: “No nos moverán”, al tiempo que el comisario Reguera, convertido en un nuevo Atila, espoleaba a su caballo en busca de otras cuitas.
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