Artículo de opinión
HAMBRE, FRÍO Y MISERÍA
Por Rebeca Veleda Franganillo
Son las cuatro y media de la tarde, la hora en la que los amigos de abuela y abuelo llegan a casa para jugar la partida y yo decido bajar a verles.
Cuando llego a la cocina, Teodoro y abuelo ya están jugando a la brisca, yo comienzo a hablar con ellos, quiero que me cuenten cosas de cuando ellos iban a la escuela. Miran al pasado con algo de nostalgia, quizás porque se acuerdan de que tenían menos años, pero a la vez en sus miradas se puede apreciar una sensación no sé muy bien de qué, rabia, rencor, dolor… y entonces la más mayor lo confirma “no volvería a esos años ni pagándome”.
Teodoro comienza a hablarme de un maestro, Don Manuel creo recordar, de las clases con ciento veinte alumnos de distintas edades y a saber el número de piojos por cabeza. Me cuenta las de veces que recibió golpes con la vara, pero me intenta hacer ver que el pobre maestro era del único modo que podía poner orden en clases tan llenas de críos que lo único que entendían de la vida era trabajar y trabajar.
Los maestros de aquella época tenían un papel bien distinto a los de ahora y es que ellos tenían que conseguir que esos niños aprendiesen lo máximo posible antes de alcanzar los catorce años; a esa edad comenzaría su vida laboral y ya nadie se preocuparía por su cultura. Aún así, muchos se resistían y se escondían en las bodegas para no recibir algún que otro bofetón de los maestros.
Luisa me cuenta indignada que su maestra la obligaba a ir al río con un cántaro a por agua porque en el pueblo no había agua potable.
Volviendo al tema de los piojos, abuela me dice que un año dijeron a los niños que se cortaran el pelo o no podrían ir a la escuela para que aquello no se convirtiera en un criadero de piojos…Ella lo cortó, pero muchos otros niños y niñas no.
Me decidí a preguntar por el invierno y entre todos me explicaban como en una lata llevaban a la escuela sus improvisados braseros; luego pregunté por las clases, por cómo eran, si tenían algún libro…Tía ríe con ironía “lo único que teníamos era miseria” y Luisa lo reafirma cuando me dice que solo se podía escribir en clase si ese día habías encontrado algún papel por casa o por cualquier parte.
Entre todos me contaron mil cosas, mil historia del colegio en las que siempre se hablaba de piojos, frío y palos, pero sobre todo me hablan de los maestros, se acuerdan de cada uno de ellos como si aún estuviesen sentados en sus pupitres de madera roída y de estabilidad dudosa.
Son las seis de la tarde y he quedado; así que me despido de todos, y me voy. Entonces comienzo a reflexionar; señores de cuarenta años me hablan de una crisis muy grande, de lo mal que está el país, de lo caro que están los precios, de que el gasoil ya casi nadie lo puede comprar porque tiene precios altísimos, de los sueldos bajos y la tasa de desempleo, vamos que esto es un caos… Y comparo esta visión catastrofista con la de señores de ochenta que realmente no tuvieron nada y ahora lo tienen todo. Señores que les tocó vivir una guerra y una posguerra que no acababa nunca, que quizás aún no haya acabado, personas que no volverían al pasado ni aunque les pagasen y que son los únicos concientes de que cada vez vivimos mejor, y que derrochamos el dinero y por eso siempre queremos más, porque si se funde la lucecita de la tostadora al día siguiente tendremos que ir a comprar otra, y así con todo.
A mí personalmente no me da miedo pensar en una crisis, y prefiero quedarme con la visión de estos señores de ochenta años que repiten que nunca se ha vivido en este país como en estos tiempos, no me asusta pensar que mañana cuando compre el pan me cueste diez céntimos más, por el contrario si me daría miedo que no tuviese pan, ni leche, ni agua… ahí me sumaré a las voces de crisis. Pero por el momento, les pido a esos señores que cuando se levantan por las mañanas y tiran el café con leche porque está muy fuerte, que dejen de dramatizar y de meter miedo con crisis fantasmas a una sociedad que conoce de primera mano el hambre, el frío y la miseria.
Son las cuatro y media de la tarde, la hora en la que los amigos de abuela y abuelo llegan a casa para jugar la partida y yo decido bajar a verles.
Cuando llego a la cocina, Teodoro y abuelo ya están jugando a la brisca, yo comienzo a hablar con ellos, quiero que me cuenten cosas de cuando ellos iban a la escuela. Miran al pasado con algo de nostalgia, quizás porque se acuerdan de que tenían menos años, pero a la vez en sus miradas se puede apreciar una sensación no sé muy bien de qué, rabia, rencor, dolor… y entonces la más mayor lo confirma “no volvería a esos años ni pagándome”.
Teodoro comienza a hablarme de un maestro, Don Manuel creo recordar, de las clases con ciento veinte alumnos de distintas edades y a saber el número de piojos por cabeza. Me cuenta las de veces que recibió golpes con la vara, pero me intenta hacer ver que el pobre maestro era del único modo que podía poner orden en clases tan llenas de críos que lo único que entendían de la vida era trabajar y trabajar.
Los maestros de aquella época tenían un papel bien distinto a los de ahora y es que ellos tenían que conseguir que esos niños aprendiesen lo máximo posible antes de alcanzar los catorce años; a esa edad comenzaría su vida laboral y ya nadie se preocuparía por su cultura. Aún así, muchos se resistían y se escondían en las bodegas para no recibir algún que otro bofetón de los maestros.
Luisa me cuenta indignada que su maestra la obligaba a ir al río con un cántaro a por agua porque en el pueblo no había agua potable.
Volviendo al tema de los piojos, abuela me dice que un año dijeron a los niños que se cortaran el pelo o no podrían ir a la escuela para que aquello no se convirtiera en un criadero de piojos…Ella lo cortó, pero muchos otros niños y niñas no.
Me decidí a preguntar por el invierno y entre todos me explicaban como en una lata llevaban a la escuela sus improvisados braseros; luego pregunté por las clases, por cómo eran, si tenían algún libro…Tía ríe con ironía “lo único que teníamos era miseria” y Luisa lo reafirma cuando me dice que solo se podía escribir en clase si ese día habías encontrado algún papel por casa o por cualquier parte.
Entre todos me contaron mil cosas, mil historia del colegio en las que siempre se hablaba de piojos, frío y palos, pero sobre todo me hablan de los maestros, se acuerdan de cada uno de ellos como si aún estuviesen sentados en sus pupitres de madera roída y de estabilidad dudosa.
Son las seis de la tarde y he quedado; así que me despido de todos, y me voy. Entonces comienzo a reflexionar; señores de cuarenta años me hablan de una crisis muy grande, de lo mal que está el país, de lo caro que están los precios, de que el gasoil ya casi nadie lo puede comprar porque tiene precios altísimos, de los sueldos bajos y la tasa de desempleo, vamos que esto es un caos… Y comparo esta visión catastrofista con la de señores de ochenta que realmente no tuvieron nada y ahora lo tienen todo. Señores que les tocó vivir una guerra y una posguerra que no acababa nunca, que quizás aún no haya acabado, personas que no volverían al pasado ni aunque les pagasen y que son los únicos concientes de que cada vez vivimos mejor, y que derrochamos el dinero y por eso siempre queremos más, porque si se funde la lucecita de la tostadora al día siguiente tendremos que ir a comprar otra, y así con todo.
A mí personalmente no me da miedo pensar en una crisis, y prefiero quedarme con la visión de estos señores de ochenta años que repiten que nunca se ha vivido en este país como en estos tiempos, no me asusta pensar que mañana cuando compre el pan me cueste diez céntimos más, por el contrario si me daría miedo que no tuviese pan, ni leche, ni agua… ahí me sumaré a las voces de crisis. Pero por el momento, les pido a esos señores que cuando se levantan por las mañanas y tiran el café con leche porque está muy fuerte, que dejen de dramatizar y de meter miedo con crisis fantasmas a una sociedad que conoce de primera mano el hambre, el frío y la miseria.
Etiquetas: Opinión
<< Home