La esquina
¿POR QUÉ NO DEBATE DIONISIO?
Por José I. Martín Benito
Si Dionisio hubiera nacido en el siglo XVI, habría sido un cardenal del Renacimiento; italiano, naturalmente. A ser posible de la curia pontificia. Y un cardenal nunca discutiría con un catecúmeno o un diácono sobre Teología; antes bien, les instruiría y les enseñaría el camino recto hacia la salvación.
Pero Dionisio nació en Friera, como yo nací en La Encina. Los dos nunca llegamos a obtener capello alguno. El encarnado, por lo demás, no parece ser el color del senador; creo que me pinta mejor a mí.
En su caso da igual la partida de nacimiento. Sintió debilidad por la docencia -o la vida le empujó a ello- y se dispuso a practicar la primera de las obras de misericordia: enseñar al que no sabe.
Y eso es lo que le pasa al de Friera. Que lo que le gusta es enseñar e instruir. No es que él no quiera discutir o debatir. Dionisio no ha tenido nunca miedo a nada, ni siquiera al caso Zamora. Lo que le puede descolocar es que, en medio del debate, el contrario plantee preguntas, cuyas respuestas el maestro ignora. Y entonces, si el discípulo supera al maestro, este pasa a un segundo plano.
Si Dionisio hubiera nacido en el siglo XVI, habría sido un cardenal del Renacimiento; italiano, naturalmente. A ser posible de la curia pontificia. Y un cardenal nunca discutiría con un catecúmeno o un diácono sobre Teología; antes bien, les instruiría y les enseñaría el camino recto hacia la salvación.
Pero Dionisio nació en Friera, como yo nací en La Encina. Los dos nunca llegamos a obtener capello alguno. El encarnado, por lo demás, no parece ser el color del senador; creo que me pinta mejor a mí.
En su caso da igual la partida de nacimiento. Sintió debilidad por la docencia -o la vida le empujó a ello- y se dispuso a practicar la primera de las obras de misericordia: enseñar al que no sabe.
Y eso es lo que le pasa al de Friera. Que lo que le gusta es enseñar e instruir. No es que él no quiera discutir o debatir. Dionisio no ha tenido nunca miedo a nada, ni siquiera al caso Zamora. Lo que le puede descolocar es que, en medio del debate, el contrario plantee preguntas, cuyas respuestas el maestro ignora. Y entonces, si el discípulo supera al maestro, este pasa a un segundo plano.
Ana Sánchez es una desconocida para el veterano político. Cuando García Carnero se batía el cobre en el ayuntamiento de Benavente, la de Coreses jugaba con muñecas. Hoy, la treintañera, representante de una generación de jóvenes zamoranos, se plantea muchas preguntas. ¿Por qué los jóvenes tienen que abandonar la tierra que les vio nacer y en la que quisieran vivir?, por ejemplo. Y le preguntaría a aquellos que, como Dionisio, han tenido grandes responsabilidades en el gobierno local, provincial, autonómico y nacional.
Y ahí el maestro, seguramente, haría un rizo y se iría, si pudiera, por los cerros de Faramontanos. Pero él, representante en la cámara territorial, debería tener alguna respuesta sobre los desequilibrios de esta provincia situada al oeste del oeste.
Argumenta el de Friera que por él debatiría, pero que el partido no le deja. Cualquiera que no le conociera, diría que se ha desprendido de la púrpura y la ha entregado, junto con el báculo, la mitra y el anillo, a Maíllo y a De Castro. El zorro es sabio por zorro, no por viejo, y Dionisio rebosa sabiduría. Pero, sabido es, que Maíllo pinta en el partido lo que un argentino en el corralito de diciembre de 2001. Tanto, que le mandaron de cunero a Gustavo de Arístegui; eso sí, con Vázquez de primer espada, desplazando al viajero y flamante presidente de la Diputación, que para ahogar su llanto, improvisó un viaje y cruzó el charco.
Por lo tanto, que el senador no nos cuente milongas ni nos cante el “Cambalache” de Gardel. Dionisio no debate porque, sencillamente, no quiere; o no le apetece. ¿Será por desprecio o por temor a su rival? Más bien creo que lo segundo. Si pudiera hacerlo, el veterano cardenal no dudaría en aplastar a su contrincante. Ya lo hizo en otro tiempo. Así que, la respuesta está en el viento. Ahora, lo que hace falta saber es el pecado capital de su eminencia.
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