Artículo de opinión
ROSTROS ENMASCARADOS, MÁSCARAS CON ROSTRO
Por Rubén Sánchez Domínguez *
El mundo es un teatro lleno de máscaras.
La mascará es tan antigua como los rostros a los que oculta, a los que transforma y a los que, de alguna manera, sustituye; primitiva como el hombre que la creó para convertirse en otro; ancestral como el deseo de someterse a la voluntad ritual de la existencia.
La máscara es el más antiguo objeto ritual que nos conecta con un horizonte tan lejano como desconocido; universal y globalizadora, se encuentra presente en todos los contextos culturales; las máscaras y los “mascarados” son esenciales en el Carnaval y en las fiestas de inversión del orden, ya sean del ciclo invernal, o de cualquier otro tiempo simbólico; pero la máscara aparece constantemente en otros muchos procesos rituales por los que atraviesa el individuo a lo largo de su vida.
Máscaras para la trascendencia, máscaras para la supervivencia.
La máscara -fetiche entre lo sagrado y lo profano, metáfora de rostro-, permite una transformación que va mucho más allá de una mera presencia clandestina, en tanto que nos posibilita una ritualización del yo, la disolución del yo en otro yo, un yo simbólico; un personaje capaz de representar un guión existencial caprichoso y cambiante, un yo libre de prejuicios terrenos apto para dialogar cara a cara, rostro a rostro, máscara a máscara.
A pesar de la muerte del carnaval, el mundo sigue siendo un teatro poblado de máscaras, legítimas e ilegítimas, a veces más pendientes de la supervivencia que de la existencia trascendente.
Ahora se han liberado de los hombres, se han despojado de sus rostros y han venido ha fusionarse en contradictoria amalgama con el refinamiento burgués de la antigua casa de doña Soledad González. Nos invitan a la contemplación, hambrientas de miradas, predispuestas a un diálogo cara a cara; reducirlas a sus valores estéticos sería condenarlas a un exotismo material poco menos que castrante.
Que su contemplación nos permita viajar por Trás-os-Montes, ese “reino maravilloso” de Miguel Torga, escondido al norte de la República Portuguesa; que nos hagan soñar con aquel momento en que el hombre y el mundo aún se entendían, con aquellos “invernos mágicos” en los que los “mascarados” salían a recibir al Sol por el solsticio sin conocer, ni entender, de fronteras y divisiones administrativas.
Por Rubén Sánchez Domínguez *
El mundo es un teatro lleno de máscaras.
La mascará es tan antigua como los rostros a los que oculta, a los que transforma y a los que, de alguna manera, sustituye; primitiva como el hombre que la creó para convertirse en otro; ancestral como el deseo de someterse a la voluntad ritual de la existencia.
La máscara es el más antiguo objeto ritual que nos conecta con un horizonte tan lejano como desconocido; universal y globalizadora, se encuentra presente en todos los contextos culturales; las máscaras y los “mascarados” son esenciales en el Carnaval y en las fiestas de inversión del orden, ya sean del ciclo invernal, o de cualquier otro tiempo simbólico; pero la máscara aparece constantemente en otros muchos procesos rituales por los que atraviesa el individuo a lo largo de su vida.
Máscaras para la trascendencia, máscaras para la supervivencia.
La máscara -fetiche entre lo sagrado y lo profano, metáfora de rostro-, permite una transformación que va mucho más allá de una mera presencia clandestina, en tanto que nos posibilita una ritualización del yo, la disolución del yo en otro yo, un yo simbólico; un personaje capaz de representar un guión existencial caprichoso y cambiante, un yo libre de prejuicios terrenos apto para dialogar cara a cara, rostro a rostro, máscara a máscara.
A pesar de la muerte del carnaval, el mundo sigue siendo un teatro poblado de máscaras, legítimas e ilegítimas, a veces más pendientes de la supervivencia que de la existencia trascendente.
Ahora se han liberado de los hombres, se han despojado de sus rostros y han venido ha fusionarse en contradictoria amalgama con el refinamiento burgués de la antigua casa de doña Soledad González. Nos invitan a la contemplación, hambrientas de miradas, predispuestas a un diálogo cara a cara; reducirlas a sus valores estéticos sería condenarlas a un exotismo material poco menos que castrante.
Que su contemplación nos permita viajar por Trás-os-Montes, ese “reino maravilloso” de Miguel Torga, escondido al norte de la República Portuguesa; que nos hagan soñar con aquel momento en que el hombre y el mundo aún se entendían, con aquellos “invernos mágicos” en los que los “mascarados” salían a recibir al Sol por el solsticio sin conocer, ni entender, de fronteras y divisiones administrativas.
* Técnico de Cultura del Ayuntamiento de Benavente.
Foto: Mascarado o careto de Salsas (Bragança).
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